Un 24 de julio, el de 1783, bajo el signo del León y en el momento más alto del año, Simón Bolívar abrió sus ojos a la furiosa luz parpadeante de Caracas. Fue a la sombra azul del Ávila. Desembocaba el alba sobre el valle "como una vieja turba de leones".
Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre Simón Bolívar, pero siempre su figura aparecerá moldeada a semejanza de un Dios. Bolívar fue el héroe, en el sentido mítico y semidivino que tuvo esa palabra para los antiguos. El héroe que se empina sobre la tierra y se alza sobre su voluntad, hasta poner su mano en la región de los dioses. El que toma el timón de la historia y la hace a su imagen y semejanza. El que pisa con paso seguro y leonado, la frontera magnética de la genialidad. El que se convierte para todo el mundo en meta suprema de la acción y norma secular de la conducta.
Nos han señalado al Bolívar guerrero, estadista, romántico, dificultoso, político, conservacionista, etc. ¿Y es que acaso en algún lugar del mundo sienta alguna nación la veneración por una figura histórica como la sentimos nosotros por Bolívar?
No se puede negar que nuestro Libertador, fue un ser humano de extraordinarias cualidades, pero al fin de cuentas un hombre, con un corazón tan inmenso y profundos sentimientos para amar.
La vida de Bolívar tiene matices, tonos, visos, aspectos, rostros tan variados, tan distintos, tan particulares, tan extraños, que no hay paso en su existencia que no provoque estudiarlo, analizarlo, porque de cada huella de sus pisadas surge un valor, una lección, una luz: culto a la verdad, respeto a la ley, amor a la justicia, reverencia a la libertad y veneración a la persona humana, con todos sus derechos y deberes.
Cada discurso, proclama, conferencia, aviso, decreto, carta, eran ecos sonoros que conmovían a los sabios, herían a los traficantes de la justicia, acribillaban a los rebeldes, dirigían a los intelectuales y amotinaban a los mediocres.
Bolívar atravesaba todas las tempestades contra sus obras, contra su pluma, contra su palabra, con la inmutabilidad de la moral que enseñaba, con la firmeza de la justicia que exponía, con la entereza de la verdad que proclamaba, con el sabor y la alegría de la libertad que predicaba.
Criollo ecuménico, americano universal, Bolívar es el más grande de los nacidos de los hombres. Hizo de su existencia un friso delirante. Clásico y romántico, ávido y sobrio, suave y terrible, es el desmesurado, el sin medida. Su hazaña vital se desborda sobre América como un Amazonas del espíritu de la biología. De pie sobre su siglo tenía una mano sobre el corcel alado del futuro. Se asomó a los espacios abiertos del vaticinio.
Bolívar amó la naturaleza. Esa misma naturaleza en la que los hombres alimentan sus pasiones, siembran el odio, viven con riesgo la hermosura o lo fatal. La naturaleza donde se incuban el amor y la muerte, la naturaleza de su país que él reencuentra en sus viajes a otras geografías.
Bolívar empapó estas tierras de historia, de cultura y de porvenir, las dotó de sentido y profundidad. Era tan sólo nuestra América, antes de su advenimiento, una delirante geografía, un fabuloso territorio habitado por patéticos hombres indo-españoles que confusamente aspiraban a alzar su cabeza sobre el nivel de la historia. Si Cristóbal Colón completó la redondez geográfica del mundo, Bolívar completó su redondez histórica y espiritual. América nace armada y resplandeciente de su pecho como Minerva de la mente de Júpiter. Por eso las ideas y los vaticinios del Libertador parecen llamarnos desde el fondo del siglo XIX como un angustioso clamoreo de campanas hundidas en el mar: piden la presencia de una heroica generación americana que las eleve a la luz vigente, a cénit de cultura, a vértice de historia.
Su proyecto y ensueño unitario de los pueblos hispánicos que miran a los dos grandes océanos del mundo, está todavía como flotando en el aire y en el tiempo, como implorando su encarnación en hechos de cultura, de política y economía. Y se han convertido ahora en la más dramática urgencia para nuestras patrias: como que en ello nos van, nada menos, que la libertad, la independencia, la prosperidad y nuestra permanencia en la historia como signo diferencial.
Pero ahí está hoy todo el vasto y torrencial testimonio de su obra y frente a ella, y frente al que fue su creador, si que no podemos permanecer indiferentes. Aun tienen vigencias sus palabras. Sus augurios serán guía de los siglos para América.
Aún se oye, a lo lejos, el compás formidable de su corcel galopando victorioso.
Cuarenta y siete años de patética y ardiente vida mortal le bastaron para elevar el valor hombre a su más sublime tensión.
En estos años terribles se agrupan nuestras patrias bajo su sombra lanceada para decirle de nuevo: Padre, amigo, maestro, capitán: no araste en el mar, ni edificaste en el viento. Y bendícenos, padre, con tu espada.
Inocencio Adames Aponte
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