domingo, 21 de agosto de 2011

Bolívar, el más grande de los nacidos de los hombres

Un 24 de julio, el de 1783, bajo el signo del León y en el momento más alto del año, Simón Bolívar abrió sus ojos a la furiosa luz parpadeante de Caracas. Fue a la sombra azul del Ávila. Desembocaba el alba sobre el valle "como una vieja turba de leones".
Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre Simón Bolívar, pe­ro siempre su figura aparecerá mol­deada a semejanza de un Dios. Bolívar fue el héroe, en el sentido mítico y semidivino que tuvo esa palabra para los antiguos. El héroe que se empina sobre la tierra y se alza sobre su voluntad, hasta poner su mano en la región de los dioses. El que toma el timón de la historia y la hace a su imagen y semejanza. El que pisa con paso seguro y leonado, la frontera magnética de la geniali­dad. El que se convierte para todo el mundo en meta suprema de la ac­ción y norma secular de la conducta.
Nos han señalado al Bolívar guerrero, estadista, romántico, difi­cultoso, político, conservacionista, etc. ¿Y es que acaso en algún lugar del mundo sienta alguna nación la veneración por una figura histórica como la sentimos nosotros por Bolí­var?
No se puede negar que nuestro Libertador, fue un ser humano de extraordinarias cualidades, pero al fin de cuentas un hombre, con un corazón tan inmenso y profundos sentimientos para amar.
La vida de Bolívar tiene matices, tonos, visos, aspectos, rostros tan variados, tan distintos, tan particu­lares, tan extraños, que no hay paso en su existencia que no provoque estudiarlo, analizarlo, porque de ca­da huella de sus pisadas surge un valor, una lección, una luz: culto a la verdad, respeto a la ley, amor a la justicia, reverencia a la libertad y veneración a la persona humana, con todos sus derechos y deberes.
Cada discurso, proclama, confe­rencia, aviso, decreto, carta, eran ecos sonoros que conmovían a los sabios, herían a los traficantes de la justicia, acribillaban a los rebeldes, dirigían a los intelectuales y amoti­naban a los mediocres.
Bolívar atravesaba todas las tempestades contra sus obras, contra su pluma, contra su palabra, con la inmutabilidad de la moral que ense­ñaba, con la firmeza de la justicia que exponía, con la entereza de la verdad que proclamaba, con el sabor y la alegría de la libertad que predicaba.
Criollo ecuménico, americano universal, Bolívar es el más grande de los nacidos de los hombres. Hizo de su existencia un friso delirante. Clásico y romántico, ávido y sobrio, suave y terrible, es el desmesurado, el sin medida. Su ha­zaña vital se desborda sobre Améri­ca como un Amazonas del espíritu de la biología. De pie sobre su siglo tenía una mano sobre el corcel alado del futuro. Se asomó a los espacios abiertos del vaticinio.
Bolívar amó la naturaleza. Esa misma naturaleza en la que los hombres alimentan sus pasiones, siembran el odio, viven con riesgo la hermosura o lo fatal. La naturaleza donde se incuban el amor y la muerte, la naturaleza de su país que él reencuentra en sus viajes a otras geografías.
Bolívar empapó estas tierras de historia, de cultura y de porvenir, las dotó de sentido y profundidad. Era tan sólo nuestra América, antes de su advenimiento, una delirante geo­grafía, un fabuloso territorio habita­do por patéticos hombres indo-espa­ñoles que confusamente aspiraban a alzar su cabeza sobre el nivel de la historia. Si Cristóbal Colón completó la redondez geográfica del mundo, Bolívar completó su redondez histó­rica y espiritual. América nace ar­mada y resplandeciente de su pecho como Minerva de la mente de Júpi­ter. Por eso las ideas y los vaticinios del Libertador parecen llamarnos desde el fondo del siglo XIX como un angustioso clamoreo de campanas hundidas en el mar: piden la presen­cia de una heroica generación ameri­cana que las eleve a la luz vigente, a cénit de cultura, a vértice de histo­ria.
Su proyecto y ensueño unitario de los pueblos hispánicos que miran a los dos grandes océanos del mun­do, está todavía como flotando en el aire y en el tiempo, como imploran­do su encarnación en hechos de cultura, de política y economía. Y se han convertido ahora en la más dramática urgencia para nuestras patrias: como que en ello nos van, nada menos, que la libertad, la independencia, la prosperidad y nuestra permanencia en la historia como signo diferencial.
Pero ahí está hoy todo el vasto y torrencial testimonio de su obra y frente a ella, y frente al que fue su creador, si que no podemos perma­necer indiferentes. Aun tienen vigen­cias sus palabras. Sus augurios se­rán guía de los siglos para América.
Aún se oye, a lo lejos, el compás formidable de su corcel galopando victorioso.
Cuarenta y siete años de patética y ardiente vida mortal le bastaron para elevar el valor hombre a su más sublime tensión.
En estos años terribles se agru­pan nuestras patrias bajo su sombra lanceada para decirle de nuevo: Padre, amigo, maestro, capitán: no araste en el mar, ni edificaste en el viento. Y bendícenos, padre, con tu espada.
Inocencio Adames Aponte

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