lunes, 9 de mayo de 2011

AQUELLOS CINES DE LA VILLA - 1996

Teníamos los sueños recientes y ancha la imaginación cuando, por primera vez, El cine, que es una de las más altas maneras del hechizo, nos cambió el mundo. Creo que para bien. Pasamos entonces de los juegos sim­ples de calle, como los del escondido y otros también muy inocentes, a otros de más rango en la escala de los asom­bros. Y aquéllos se fueron enriquecien­do con aportes de películas del Oeste, o del imperio romano, de aquellas que llamábamos, con un lenguaje gráfico de esquina, de "capa y espada", y así, la cuadra se fue poblando de persona­jes y paisajes escapados de la pantalla grande, que se hospedaron en nuestro corazón.
Y el cine se nos ofrecía como una selva virgen, ignota, que había que ex­plorar. Y esas suertes de safaris -ah, ¿recuerdan esas expediciones que ha­cíamos a lomo de elefante de fábula en las películas de Tarzán?- las realizá­bamos los domingos, con un despertar de campanas que repicaban en lo más hondo de la muchachada. La vesperti­na nos esperaba con su cargamento de fantasías, algunas de las cuales tenían que ver con los suplementos de aventu­ras que intercambiábamos a la entra­da del cine y con la compra de algo­dón de azúcar y otras maravillas de la dulcería popular.
Entrar al cine -en los tiempos aque­llos en que la televisión todavía no le había enflaquecido el magín a la chi­quillada- era penetrar en universos infi­nitos de alucinaciones y deslumbra­mientos. Era como traspasar la puerta en el muro, tal como nos lo contaron H. G. Wells, en uno de sus relatos: al otro lado había una especie de paraíso, de país de las maravillas, que nos am­pliaba el embeleso y nos estimulaba la capacidad de invención.
Por eso, y por innúmeros aspectos más, el cine de pueblo era la posibili­dad de soñar al por mayor, de tener una feria permanente de ilusiones, un lugar en el cual habitaban todos los dioses de la imaginación. Olimpo de butacas de madera, con balcón y gale­ría. Quien lo haya vivido no podrá ol­vidar nunca el vocinglerío en la pe­numbra, antes de comenzar la pelí­cula del domingo por la tarde, ni la música del preámbulo, tal como, por ejemplo. La Danza de las Libélulas o La Leyenda del Beso. Ni ese grito colectivo al apagarse las luces y que­dar todos, boquiabiertos, a la expec­tativa, mirando discurrir las imágenes sobre tiniebla apasionante. Nos con­vertíamos en viajeros de mundos nue­vos, en expedicionarios de la fascina­ción.
Los cines -o teatros- de La Villa marcaron con su impronta de magia a va­rias generaciones. Uno se creía ya un adulto (o un hombre, como se decía antes) al pasar de la ves­pertina a la función de la noche. Cualquier rayoncito en la pantalla era rechiflado, lo mismo que algún intempestivo corte. Cuando había besos -dul­ces besos que en el cine han sido- fílmicos, la patota se rechupaba, ha­cía ruidos con la boca, onomatopeyas del óscu­lo, en fin. "Se quedaron pegados", gritaba algún guasón cuando Débora Kerr le daba un beso de aquí a la eternidad a Burt Lancaster. Y, si por algún desperfecto técnico, se suspendía momentánea­mente la proyección, en­tonces se armaba un despelote en la sala que podía terminar con la silletería en pedazos, o en una guerra fratricida con metras, cotufas, o frag­mentos de helado. Había cierta luminosa candidez en todo aquello.
Eran cuantiosos los encantos. Los cines de La Villa, con sus taquillas atendidas por señoras de caras enig­máticas, eran una convocatoria a vi­vir en permanente estado de embru­jo, de apertura o numerosas atrac­ciones. Sin salir del contorno urbano, uno se podía embarcar en el Nautilus, o en las naves de Ulises; o de la mano de Raquel Welch viajar por el interior del cuerpo humano, en un crucero de fantasía. Y nos íbamos aprendiendo nombres imborrables. En los esqui­nas hablábamos -y de algún modo misterioso queríamos imitar a diver­sos actores- de John Wayne, Yul Brinner, Víctor Mature, Gordon Scott, Audie Murphi, Kirk Douglas... y nos enamorábamos de Claudia Cardinale y Sophia Loren y Liz Taylor, aja y de la inolvidable Marilyn, caramba que el cine también nos llenó de amores de celuloide el alma juvenil.
Si es que era toda una aventura el poder mirar las carteleras, con sus fo­tos luminosas, en las cuales los acto­res nos invitaban a imaginar otros uni­versos. Era como presagiar las emo­ciones. Un abrebocas de la fantasía. Además, el cine era un lugar de encuentro para intercambiar sueños y sentir que el mundo iba más allá de las esquinas y las aceras, y se exten­día hasta un cielo lleno de estrellas cinematográficas.
Ese local, generalmente de eleva­dos techos, con una entrada de afiches, silletería de madera burda -en la galería a veces eran bancos de iglesia-, con una pantalla tan ancha como la imaginación de la muchachería, enaltecía al pueblo, le daba un aire de importancia. Para uno era un orgullo vivir en un pueblo con teatro incorporado. Con ese tem­plo paro oficiar profanos asombros.
Hoy, todos los cines muertos (Ayacucho, Central, Sucre o Pineda) -y lo peor, sin esperanza de resurrec­ción- han dejado en el pueblo una herida, que aún no cicatriza. Y que sangra en la nostalgia de cada uno. Sin embargo, siguen siendo como una hermosa vieja canción, o tal vez como el primer amor, que uno nunca olvida.

1 comentario:

Sakura dijo...

Ay tio Chencho, mi querido tio, que escrito tan hermoso. Me llevaste con estas letras a ese mundo de tus recuerdos, me hiciste verlo todo como una pelicula. Yo recuerdo el cine Ayacucho, y la primera pelicula que vi ahi fue Mi amigo Mac, con un costo la entrada de un Fuerte, yo habre tenido quizas unos 9 o 10 años. Las sillas estaban pintadas de color azul cielo. Y si, era un orgullo tener un cine en el pueblo, era un motivo para soñar grande, soñar lejos. <3